martes, 18 de mayo de 2010

Harry Osmond.

No es fácil mantener la reputación de un local nocturno. Si abres la mano, se llena de indeseables; si la cierras, se llena de deudas. El empresario del Misty Club elevó tanto el techo moral de su clientela, que a los pocos meses le cogió el traspaso la propietaria de una mercería. Días más tarde, Jerry McNae estuvo en el 'Savoy' y le dio un consejo a Ernie: "Muchacho, no acabes con las ratas del local o se quedarán sin comida las gatitas. No es razonable suprimirle las cagadas a la paloma de la paz. Lo mío fue un grave error. Me fié de Harry Osmond y mi club era una ruina cuando me dí cuenta de que no se pueden plantar girasoles en un sótano".
Harry Osmond buscó trabajo en el 'Savoy'. Tenía fama de duro y a Ernie le interesaba alguien así para seleccionar la clientela. Harry parecía el tipo adecuado. Se decía de él que un día le dio una paliza a su madre cuando supo que se había quitado las bragas para parirle.
No hay mucho que decir de Harry. No era un tipo inteligente, ni siquiera uno de esos tipos en quienes una ocurrencia parece a veces el raro destello de un talento oculto. Harry Osmond… bueno… Harry Osmond era ancho, eso es todo. Y pegaba duro. Las manos de Harry eran familia numerosa. En una ocasión le dio semejantes bofetadas a un matón en el Misty que al día siguiente fue al oculista porque tenía conjuntivitis ¡en las manos! Harry Osmond era tan corpulento que podría salir corriendo en tres direcciones distintas. Alguien juró haberle visto apagar las luces de casa soplando en las bombillas. Seguramente se trata de una exageración. Le gustaba aparentar por encima de sus posibilidades. La noche que se presentó a pedirle trabajo a Ernie, le dijo: "Soy lo que hay a la vista, señor Loquasto. Con un par de aspirinas podría sobrevivir a un disparo en la nuca. De taxista en el Bronx aprendí que en la tapicería amarilla la sangre se vuelve azul. Soy sórdido y elegante, como una catedral con escalera de incendios…"
Lo del 'Misty' no fue nada nuevo en la vida de Harry Osmond. Años antes quiso limpiar en Dallas la clientela del cabaré de un tal Jack Ruby. Fue en octubre del 63, cuando aquel gángster de poca monta planeaba "con Clay Shaw y con cuatro maricas" el asesinato de John Kennedy. La noche que Osmond entró a trabajar de matón en el Club de Ruby, "cantaba allí una fulana cuya voz le pudría los dientes". Una madrugada estuvo allí "un muchacho joven y poco despierto al que juraría que se le subía a la cabeza el hielo del 'bourbon'". Volvió a ver su rostro el 22 de noviembre, cuando la policía acusó a Lee Oswald del asesinato de JFK. Osmond corrió a la Jefatura de Policía. "Les dije que aquel tipo no podía haber asesinado al presidente. Le conocí del cabaré de Ruby. Oswald sólo le habría acertado a Kennedy en la cabeza disparándole con una paloma mensajera".
"Aquello no habría ocurrido nunca si alguien limpiase a tiempo la clientela del club de Ruby". Nos dijo Osmond años más tarde que "aquella noche los cabrones de la pandilla de Ruby estaban tan nerviosos que recuerdo a Clay limpiándose el culo con el bisoñé de Ferrie". La cantante sabía cosas y acordaron deshacerse de ella. Osmond jura por sus muertos que vio cómo repartían su cuerpo en los maleteros de cuatro coches. Luego les pregunté por ella y Ruby me dijo: "Olvídala, amigo. Creo que tenía cita para una cura de adelgazamiento".
Ernie prescindió de Osmond porque "esto es un cabaré, muchacho, y no podemos contratar las actuaciones telefoneando a nuestro agente en la Santa Sede. Además, amigo, al Cardenal Spellman no le sientan bien los ligueros".
Luego supimos de él que trabajaba en Conney Island pasándole por la mañana la escoba a la playa. Por las noches volvió como chófer al Bronx. Un tipo dijo que su taxi perdía jabón en los semáforos. Harry se casó con una mujer que cuece los libros antes de leerlos.

lunes, 10 de mayo de 2010

Tipos.

Al escuálido Giácomo Fidanza, el traje le sentaba como una carpeta. Su rostro era hielo encuadernado. Años atrás, un cirujano amigo de Ernie le había reparado la mandíbula reforzándosela con el tirador de un féretro ¡Dios santo!, la mirada de aquel tipo te echaba diez años encima. Los días de tórrido calor en el cereal verano de la ciudad, Giácomo Fidanza sudaba resina. Apenas se inmutaba. Alguien como él se tomaría tres disparos en el vientre como un cumplido. Fue Lorraine Webster quien me dijo una madrugada: "No me gusta ese tipo, Al. No me infunden confianza los tipos cuya sonrisa es como si le tirasen los puntos de fimosis".
Cuando le conocí, Giácomo Fidanza alternaba en el 'Savoy' con Jeff Marauder y con Rebeca Labelle, una ex actriz que arrastraba del cine mudo la desagradable costumbre de sorber las frases con los mocos. Jeff era treinta años más joven que Rebeca, pero le ayudaba a derrochar las sobras de su fortuna dándole a cambio unos cuantos revolcones en los que se sentía "como si estuviese profanando el Cementerio Nacional de Arlington". ¡Jeff Marauder…! Presumía de escritor cinematográfico, pero en realidad sólo había hecho incursiones en un par de películas sucias en las que el actor principal era un pene. El tipo venido de la costa nos dijo que la mayor proeza literaria de Jeff Marauder había sido escribirle los jadeos a José d'Alessandro para una película de Paul Morrisey.
La última vez que estuvieron Rebeca y Jeff en el 'Savoy', cenaron a nuestra mesa con Harry Pallantine, un tipo tan poco memorable que los camareros intentaban cobrarle cuatro veces la misma cuenta. Aquella madrugada, Harry le dijo a Rebeca: "Me gustaría saber tu secreto para conservarte tan vieja, nena". Ella guardó silencio. Harry era demasiado gris como para reparar en él. En Harry Pallantine, incluso la calva parecía postiza…

domingo, 9 de mayo de 2010

Con el paso de los años los muchachos del Savoy nos hemos ido haciendo mayores, Ernie Loquasto dice que incluso su saliva es postiza, al columnista Chester Newman se le nota que a veces escribe con el descreimiento de alguien que ya solo considerase noticia el suicidio de la muerte, y del ex boxeador Sony “Sweet” Sullivan ya casi nadie espera que recuerde el color de sus ojos minuto y medio después de haberlos visto escalfados en el desplanchado espejo del club. A veces uno tiene la sensación de haber bajado por primera vez las escaleras de este antro en una época remota en la que todo era tan invernal y tan oscuro que ni siquiera cabía el agua en la lluvia. Me pregunto cómo pudo pasar el tiempo sin haberlo notado apenas. Fue como haberme que dado dormido a finales de agosto y al despertar por la mañana me encontrase frente a los ojos el árbol de Navidad. ¿Cómo pudo ocurrir todo tan deprisa? ¿Cómo pude despertarme montado en el esqueleto del caballo en la nana de cuyo trote me quedé hace rato dormido?Recuerdo, como si acabase de suceder, la noche que escuché aquel consejo primerizo del viejo barman del Savoy. Me recomendó que me tomase “una copa para afrontar la situación y otra, muchacho, para olvidarla”. Ernie Loquasto llevaba poco tiempo al frente del club. Se lo había comprado al viejo Giacomo Pavese, un tipo muy desconfiado del que se decía que cacheaba a su madre antes de abrazarla y que por lo visto había llegado al extremo de zurrarle a su mujer cuando estaba embarazada porque se le metió en la cabeza que aquel hijo no solo no era suyo, sino que ni siquiera parecía seguro que fuese de ella. El rudo Pavese fue cliente del Savoy hasta su muerte. Fue él quien una madrugada me sugirió que me tomase las cosas “con la inquieta calma que se necesita para que el sudor te enfríe la cabeza”. “Todo llega inexorablemente a su debido tiempo, hijo, de modo que métete en la cabeza la idea de que la vida hay que vivirla como la viven esos tipos que saben que lo importante es tomar a tiempo el primer tren que salga tarde”.Antes de que Ernie se tomase a pecho mi educación en el Savoy, fue Giacomo Pavese quien me puso al tanto. “Las cosas –me dijo una de aquellas noches- hay que verlas con una mezcla de realidad y de presentimiento, como hacía mi difunto padre, que tarareaba las canciones del cine mudo”. El viejo Pavese era un hombre muy protegido. Hablar con aquel tipo no estaba al alcance de cualquiera. A mí me vino al pelo el aval de Ernie Loquasto, que era amigo personal suyo y me facilitó una relación breve pero intensa con el anterior propietario del Savoy. En cierto modo fui un privilegiado. Otros fracasaron en el intento de intimar con él. Chester Newman, que llegó a retratarle en sus columnas, suele recordarlo como “aquel tipo hosco y legendario de cuyo corazón muchos presuntuosos solo pueden recordar el olor corporal de sus guardaespaldas”.