lunes, 10 de mayo de 2010

Tipos.

Al escuálido Giácomo Fidanza, el traje le sentaba como una carpeta. Su rostro era hielo encuadernado. Años atrás, un cirujano amigo de Ernie le había reparado la mandíbula reforzándosela con el tirador de un féretro ¡Dios santo!, la mirada de aquel tipo te echaba diez años encima. Los días de tórrido calor en el cereal verano de la ciudad, Giácomo Fidanza sudaba resina. Apenas se inmutaba. Alguien como él se tomaría tres disparos en el vientre como un cumplido. Fue Lorraine Webster quien me dijo una madrugada: "No me gusta ese tipo, Al. No me infunden confianza los tipos cuya sonrisa es como si le tirasen los puntos de fimosis".
Cuando le conocí, Giácomo Fidanza alternaba en el 'Savoy' con Jeff Marauder y con Rebeca Labelle, una ex actriz que arrastraba del cine mudo la desagradable costumbre de sorber las frases con los mocos. Jeff era treinta años más joven que Rebeca, pero le ayudaba a derrochar las sobras de su fortuna dándole a cambio unos cuantos revolcones en los que se sentía "como si estuviese profanando el Cementerio Nacional de Arlington". ¡Jeff Marauder…! Presumía de escritor cinematográfico, pero en realidad sólo había hecho incursiones en un par de películas sucias en las que el actor principal era un pene. El tipo venido de la costa nos dijo que la mayor proeza literaria de Jeff Marauder había sido escribirle los jadeos a José d'Alessandro para una película de Paul Morrisey.
La última vez que estuvieron Rebeca y Jeff en el 'Savoy', cenaron a nuestra mesa con Harry Pallantine, un tipo tan poco memorable que los camareros intentaban cobrarle cuatro veces la misma cuenta. Aquella madrugada, Harry le dijo a Rebeca: "Me gustaría saber tu secreto para conservarte tan vieja, nena". Ella guardó silencio. Harry era demasiado gris como para reparar en él. En Harry Pallantine, incluso la calva parecía postiza…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ahora ya no está aquí y no podré llamarla para que me busque bajo la lluvia en cualquier rincón de la ciudad, como cuando le telefoneaba a las cuatro de la madrugada y se presentaba a mi lado a tiempo casi de colgar con su mano el teléfono. Los suyos eran aquellos días los únicos ojos que en medio del naufragio veían la luz de mis bengalas y se hacían a la mar para estar a mi lado en el agua. El barman de «El Corzo» pinchaba «Woman in love» cuando la sala estaba despejada, en ese momento en el que casi llega desde la calle el sonido de la lluvia en la marquesina de la puerta. Era nuestra canción. Sólo la bailaba con ella y eso ocurrió media docena de veces cada año desde que la conocí hasta que el maldito cáncer le impidió ponerse al teléfono. Se llamaba Marta y los tres minutos de aquella canción en la voz de Barbra Streisand fueron la única vez que estando despierto pasé tanto tiempo sin fumar. Escribí para ella docenas de notas en los posavasos de papel de aquel club. Ella las respondía siempre con una sonrisa y las guardaba luego en el bolso. No niego que en otras circunstancias me hubiese apetecido llegar a más con ella, pero en aquel momento me conformaba con ser la parte más autógrafa de sus pertenencias. Ni siquiera apretaba al bailar «Woman in love» y sólo me ponía un poco más íntimo si lo pedía ella. «Puedes tomarme de la cintura; te aseguro que ni se me pasará por la cabeza llamar a un guardia». Luego me pedía que le dijese cosas al oído. «No importa de que se trate –decía–. Me conformo con saber que llevo encima algo más varonil que la lluvia». Yo le recordaba entonces aquellas cosas tan hermosas que jamás nos sucedieron. «¿Recuerdas, Marta, amiga mía, aquella noche en el Berlín dividido? Tú no tenías tabaco y yo había perdido mi mechero. Fuimos un vicio antes de ser una pareja. Fuiste como una aparición en una ciudad de pana en la que no había una sola flor que no fuese más gris que sus cenizas». «Aquella noche bailamos por primera “Woman in love” en una boite en la que dijiste que la mitad de la gente era mala y el resto no eran de fiar». «Aquella madrugada no te dije que te quería por temor a que me diese la tos, Marta. Y sé que tú no me lo dirás esta noche porque no se puede ser sincera si se está acatarrada». La última madrugada que bailamos aquella canción, Marta se llevó en su bolso el posavasos de papel que ya jamás me contestará con el afectuoso autógrafo de su sonrisa: «Si por lo que sea te vas algún día de mi vida, sólo te pido que ni tus ojos vomiten sin memoria los míos, ni por culpa del olvido me devuelve tu bolso el correo». Ahora Marta está enterrada y yo suelto tierra al bailar «Woman in love».
M.